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Gabriel Albiac

Ni Rita, ni Rita

Gabriel Albiac

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Eludo cualquier equívoco. No soy creyente. En nada. Soy, sí, cultural y estéticamente católico. Un ateo católico, en rigor. Esto es, un hombre de esa modernidad barroca que nace en Trento y sabe que el poder es liturgia escénica. He leído a Pascal, también. Es mi trabajo: hay locuras peores. Pascal, que formula un esencial principio de cautela: que «no siéndonos posible hacer que lo justo sea fuerte», más nos vale hacer «que lo fuerte sea justo». La ley se aplica porque es ley. No por ser buena ni mala. Eso define la sociedad moderna: la desacralización de lo político y de lo jurídico. No hay verdad en las leyes. Ni mentira. La ley es una convención ritual de reglas acotadas.

Una ley a la medida no es ley. Y en un país sin ley universal no hay ciudadanos. Ni Rita, ni Rita. Ambas

Que a mí me guste o no la legalidad vigente, no me exime de cumplir su protocolo. Hay, en esa legalidad, cosas que me resultan, no ya impropias, sino inmorales. Irracionales, incluso: lo cual es bastante peor. Pero sé que si cada uno se arrogara la potestad de violar las leyes o de hacer de ellas uso según su privado criterio, lo arbitrario y lo irracional imperarían. Las leyes puede cambiarlas el Parlamento. Mientras tanto, rigen para todos.

Y si uno viola la ley, debe asumir el coste. Puede, a veces, ser admirable o heroico hacerlo. Pero no puede nunca salir gratis. Si es admirable, lo es por eso: porque se paga. Y héroe es aquel que afronta el precio. El revolucionario ha hecho «sacrificio de su vida», escribía Saint-Just. Y morir en la cama le es impensable.

La ley española prevé la existencia de capillas en las Universidades. Me parece un error. Pero, mientras el Parlamento no legisle en otro sentido, es eso lo que la ley protege. Frente a la agresión ajena. Sin excepción. La ley castiga la ofensa al creyente de cualquier fe. Y eso no es específico de la aconfesional España. En la laica República Francesa, la pena de la concejala Maestre por violar las convicciones religiosas de un conciudadano hubiera sido bastante más dura.

Las normas, o son universales o no son. Cuando una organización política acude a las urnas con un programa que promete destituir a cualquier electo que esté, no ya condenado, no ya procesado siquiera, sino sólo imputado, no puede luego someter esa destitución a su valoración del delito o la falta cometidos. El código ético de Podemos inhabilitaba a los imputados incursos «en casos de acusación judicial por delitos de racismo, xenofobia, violencia de género, homofobia u otros delitos contra los Derechos Humanos». La humillación a creyentes católicos en oración está tan incluida en la xenofobia (aversión del ajeno) como lo estaría la humillación a cualquier otro grupo por razón de su credo.

Nadie los obligó a comprometerse a eso. Pero, si tal código se aplica, Maestre dejó de representar a nadie el viernes. Si no, nadie tiene por qué dimitir de nada, condénenlo por lo que lo condenen. Ni siquiera la otra Rita, la de Valencia. Porque una ley a la medida no es ley. Y en un país sin ley universal no hay ciudadanos. Ni Rita, ni Rita. Ambas.

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