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Gabriel Albiac

Zapatero en Weimar

Cuando un día los historiadores tracen responsabilidades de esta tragedia, el nombre de Rodríguez Zapatero primará por encima de todo

Gabriel Albiac

Victor Klemperer anota el crepúsculo de Weimar. Con el nazismo en puertas. «Ninguno era nazi, pero todos estaban intoxicados».

Allá por el año 2008 –una eternidad parece haber pasado– publiqué yo el primer libro en el que se proponía dar razón de los políticos españoles, no como una clase; como una casta. De la cual, sólo lo peor vendría. Me releo ahora, como quien lee una estela arqueológica: «Podría, a fin de cuentas, soportar que la vida me la jodieran grandes monstruos del mal a escala histórica. Los que invocara un Joseph Roth, descuartizado entre dos guerras. Que me la joda una banda de idiotas, es más de lo que todo estoicismo podría hacer tolerable. No hay siquiera epopeya en ver perecer un país a manos de caricaturas: Blanco, Zapatero, Rubalcaba... Muy miserables hemos debido ser –y muy medrosos– para merecernos esta casquería». Sí, muy miserables. Y muy medrosos. Para acabar, hoy, 9 de noviembre de 2015, en esto.

Todos decían entonces, todos siguieron diciendo luego: «No pasará nada». Pero esos todos no habían leído a Roth. Ni a Klemperer. Ni a Freud ni a Zweig. La nesciencia era su patria. Y, como los estúpidos burgueses centroeuropeos de entreguerras, se empeñaron en soñar con que bastaría echarle unas monedas al monstruo para que se calmara. Que basta pagar convenientemente al Hitler o al Mas de turno para que todas sus mitologías aterricen. No ha habido en el siglo veinte idiocia más asesina que aquella de los benévolos burgueses alemanes y austríacos que vieron llegar al monstruo y se empeñaron en creer que las cruces gamadas eran un disfraz para pedir limosna. Fueron exterminados. Por la galerna sin control de las mitologías, que son el nombre respetable de la matanza.

A quienes nos formamos, desde muy jóvenes, en la lectura de aquellos testigos trágicos de un mundo que se vino abajo, nada de lo de Cataluña hoy nos sorprende. El día aquel en que un presidente español prometió someterse a lo que un Parlamento regional le dictase, el conflicto civil se hizo inevitable: un Estado que se dice siervo de una de sus instancias locales estalla. Y nunca el estallido de un Estado es incruento. Cuando un día los historiadores tracen responsabilidades de esta tragedia mayor que es el fin de España, el nombre de Rodríguez Zapatero primará por encima de todos. Pocos podrán optar a un epitafio más infamante.

Lo de hoy en Barcelona será tan sólo el epílogo de aquello que un extraño presidente puso en marcha para disolver España. Podía parecer nada más que el desahogo sentimental de un cerebro infantil, borracho de mitologías hueras. Pero esas mitologías son letales. También la infinita necedad puede ser un pasaporte para pasar a la historia. Rodríguez Zapatero: lo nefasto no es menos memorable que lo ilustre.

Y sí, es verdad, «ninguno era nazi, pero todos estaban intoxicados». Y pusieron el germen de esta locura. No lo olvidaremos. Nunca.

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